Cuando un país se enfrenta a una crisis económica de deuda, donde lo que ingresa no compensa lo que sale, surgen soluciones como subir la presión fiscal que, demostrado está, no ayuda a que la economía levante cabeza. Por lo que aparecen propuestas menos ortodoxas como disminuir los impuestos o disminuir el gasto público, o hasta los dos.
Equilibrio entre gasto público e ingresos fiscales.
La economía de un país es como la de una familia, donde debe haber equilibrio entre los ingresos y gastos. Nada que no tengamos claro. El asunto se complica cuando hay que buscar la forma de lograr ese equilibrio.
El asunto es más complejo que subir o bajar impuestos, o pedir más dinero prestado.
El presupuesto público tiene dos caras: los ingresos y los gastos, y lograr el equilibrio entre ellos es algo que en la historia de la humanidad pocas veces se ha logrado.
El camino fácil con la vista al corto plazo.
Incrementar la carga tributaria supone una vía fácil para que el estado incremente sus ingresos de forma temporal y asunto arreglado, pero resulta que aumentar la carga tributaria afecta la productividad y el consumo, por lo que al final los ingresos del sector productivo se ven disminuidos, y más impuestos sobre una base gravable menor no implica incrementar los ingresos.
Si se hace lo contrario, es decir, disminuir los impuestos, se puede esperar que el resultado sea opuesto al primer escenario, es decir, que la productividad y el consumo mejoren incrementando los ingresos que tributan, lo que conllevaría un aumento de los ingresos fiscales del país.
Y precisamente de esa forma es que se busca incentivar la inversión extranjera, que dependiendo de la forma en que se gestione puede ser positiva o no tanto. De hecho, hay países que han alcanzado un alto nivel de desarrollo por esa vía, y otros solo llegaron a convertirse en proveedores de materia prima y mano de obra tan barata que raya en la esclavitud, y además terminan afectados por la llamada enfermedad holandesa.
En la otra parte de la ecuación está el gasto público. Si no hay dinero, lo primero que se debería hacer es disminuir los gastos. Paso lógico, pero raramente ello sucede.
Cuando un gobierno decide disminuir el gasto público en pro de un equilibrio fiscal, se limita a disminuir lo relativo a la asistencia social y seguridad social, más no a disminuir el aparato burocrático que curiosamente suele ser elevado en los países con crisis económica, y además ser fuente de campante corrupción, que no se controla porque los beneficiados de ella son precisamente quienes toman las decisiones.
Qué pasa si se disminuyen los impuestos.
Cuando los impuestos se disminuyen, el efecto inmediato es la reducción de los ingresos del estado, por lo que la situación fiscal de los gobiernos se ve empeorada.
En teoría, la disminución de los impuestos debe incentivar la inversión, en la medida en que los poseedores de capital pueden evaluar como positivo el hecho de que deben pagar menos tributos por las ganancias que obtengan de su capital.
Pero ello requiere tiempo, puesto que, entre invertir el capital, obtener ganancias y cobrar impuestos sobre esas ganancias, pueden pasar varios años, y requiere planeación fiscal. Los gobiernos, que juegan al corto plazo, al plazo de las siguientes elecciones, difícilmente apuestan a esa alternativa, puesto que por lo general quieren dinero ya, aunque eso represente menos ingresos en un futuro.
Bajar impuestos implica bajar ingresos en el corto plazo, pero aumentarlos en el largo plazo; y, por el contrario, subir impuestos implica aumentar ingresos en el corto plazo y bajarlos en el largo plazo. Ahí está el porqué los políticos, que son los que manejan la economía del país, prefieren incrementar impuestos antes que bajarlos.
Qué pasa si se disminuye el gasto público.
Partiendo del hecho de que disminuir el gasto público ayuda a lograr el equilibrio fiscal, surge la duda sobre el efecto que esa disminución pueda tener en la economía.
En un estado donde el gasto público representa un alto porcentaje del PIB, el efecto puede ser devastador. Un claro ejemplo son los municipios petroleros donde no existe economía productiva privada. Allí todo gira en torno al dinero de las regalías, a los contratos del municipio o del departamento. Si eso se terminara, la ruina sería inminente.
Esto lleva a sugerir que si no hay un tejido productivo privado que sostenga la economía, la disminución del gasto público tendrá un efecto negativo.
Donde no hay fábricas, el consumo está soportado por los ingresos que la población obtiene de su vinculación con el estado, y si esa fuente se ve mermada, el resultado será obvio. Igualmente, en una economía que carece de tejido productivo, poco efecto tiene bajar impuestos, puesto que no hay cómo fortalecer un sector productivo inexistente. Es como el efecto que tiene un TLC para un país que no tiene qué exportar. O como dice la canción: si hubiera azúcar, le haría tinto, pero cómo hago si no hay café.
Una disminución del gasto público, en principio, puede equilibrar las finanzas públicas, pero también puede generar desempleo, caída del consumo y pobreza, sobre todo en países donde el tejido productivo es escaso o débil.
De manera tal que el asunto es complejo. Nada es blanco o negro, y la decisión correcta dependerá de la composición de cada economía.
Medidas alternativas y complementarias.
Ni la disminución de impuestos ni la disminución del gasto público, por sí mismas, son suficientes para equilibrar las cuentas de un país, requiriéndose medidas alternativas y complementarias que refuercen los efectos positivos de las medidas tomadas y aminoren sus efectos negativos.
De hecho, incrementar impuestos puede ser positivo si con el producto de los nuevos impuestos se hacen grandes inversiones reales, como infraestructura, financiación al emprendimiento, educación e investigación. Inversiones que, está probado, en el mediano y largo plazo resultan ser muy productivas.
Por tanto, este tipo de medidas deben tomarse en cualquier circunstancia, ya sea que los impuestos bajen o suban, o que el gasto público varíe.
Por ello, tanto las políticas fiscales, económicas como sociales no funcionan aisladamente, debiéndose hacer un trabajo armónico y responsable de forma integral a fin de poder obtener el mejor resultado con los recursos disponibles.
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